Sembraba
entre mis dedos los susurros de sus flores muertas, enraizando el aroma
marchito del hastío y la languidez en mis venas y mis pasos envejecidos. El
jazmín engalanaba una ponzoña embriagada empujando mis entrañas a lo largo de
un corredor inerte que sostenía un arroyo pútrido, entre calabozos oxidados
vociferantes, donde corrían a voluntad el delirio y la demencia enclaustrada. Y
a una fosa anegada de ceniza y vómitos vino a velar mi cuerpo sepultado, donde
la rabia hervía el infierno...
Dejó
sus huellas atrás, en el declive de su sombra al fondo de la decadencia, y los
suelos se resquebrajaron.
Zurciendo
los huesos de la calma en las penumbras del mausoleo que hice de las cloacas,
despedí a la luna bajo el almizcle y el lodo que arrastraba a los muertos calle
abajo, un caudal de sangre y moscas ahogadas cargando la descomposición en un
desfile funeral de estertores y miseria. Vi chapotear su cadáver naufragado
encallando en las aceras, donde rompió su sonrisa, como un acantilado destrozando
una barca en la tormenta; el tiempo arrancando lo que es suyo.
Agonizaban
sus brazos arañando las rocas infinitas, subiendo y cayendo, anclada al fondo
abisal de la ingenuidad, intentando alcanzar la vida con los intestinos de la
noche encima; pero los gusanos ya carcomen sus cuencas, y sobre su pelvis
desgarrada entonan los cuervos mi sonrisa velada en el silencio.
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